Pamema XV

Los lunes eran para Manuel una nueva oportunidad para devorarse el mundo  un mordisco a la vez, se levantaba temprano, iniciaba la reproducción de su playlist hits alegres, se afeitaba y usaba el champú de esencias frutales que tanto le gustaba a sus compañeras de oficina y jugaba con su pelo mientras se miraba al espejo.

Tomaba su desayuno rico en proteínas y bajo en calorías, revisaba que su ropa combinara con su actitud y contrastara con el azul de sus ojos, salía de casa con el tiempo suficiente para que una caminata de 25 minutos lo llevara a su destino.

Tenía su día planeado, un par de reuniones, correos para contestar y algunas decisiones para tomar, nada fuera de lo normal, así fue como uno de sus pies tocó el mundo exterior.

Sus pasos seguros y decididos lo dejaron 20 minutos después en donde creía él que la magia ocurría, aquella puerta metálica y fría  que rechinaba al abrirse se abría para darle paso.

Un par de horas después, terminadas las reuniones y  resueltos los correos de rigor continuaba la tarea para la cual se había preparado el día de hoy: comerse el mundo, era un acto ceremonioso, abrir el tercer cajón de su escritorio, sacar la bata blanca, ajustar las arrugas que se hacen al ponérsela, abotonar cada botón de manera exacata, abrir el segundo cajón y sacar el estuche de cuero, llevarlo en la mano hasta la siguiente habitación, algunas veces recordaba su primera vez en ella, ya se había acostumbrado al frío, 12° según el indicador térmico junto a la puerta, ya no le temblaban las piernas y al abrir la puerta empezaba a hacerse agua su boca, sí, estaba listo para comerse el mundo.

Tomó la libreta que estaba sobre el frío escritorio de acero, leyó de forma detenida las últimas dos páginas  y se dio cuenta que era un día de los suaves, cajones 7 y 22, esa era su asignación para el día, cajón 7 sería primero, no porque fuera alguien milimétrico y necesitara la asignación ordinal, solo le parecía apetecible para comenzar.

Abrió el cajón número 7, sacó la bandeja, acercó su silla y corrió el plástico sobre la bandeja, puso sobre la bandeja su estuche de cuero y lo abrió, el sonido del cierre sonaba satisfactorio, se había acostumbrado a ése momento, la saliva espesa llenaba su boca y podía saborear lo que tenía frente a él sin haber probado algún bocado.

En este  momento pasaba literalmente a comerse el mundo, frente a él un cadáver que lo esperaba desde hace un par de horas, sentía el olor a fresco, así fue como se activaron sus papilas, sabía que dos horas serían suficientes en este caso, se conocía, conocía su apetito,  además, sabía que cumplía con una noble labor, comerse el mundo un mordisco a la vez era la forma de hacer del mundo un lugar más seguro tanto para él como para aquellos humanos que bien podrían ser parte de su menú si así lo quisiera.

Una hora y cuarenta y ocho minutos después, había devorado mordisco a mordisco esa parte del mundo que una vez yació en el cajón número siete, era la hora del receso del medio día, tenía el tiempo suficiente para ajustar su ropa y limpiar un poco el desastre que siempre quedaba sobre la fría mesa de acero.

Antes de continuar a su receso vio por última vez su imagen en el espejo, su ropa seguía combinando con su actitud y contrastando con sus ojos azules,  y solo por un momento obviaba el hecho que literalmente se devoraba el mundo un mordisco a la vez.



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